lunes, 7 de mayo de 2012

Dictado: "Arya"


 ARYA

Todas las noches, antes de quedarse dormida, murmuraba la plegaria contra la almohada.
—Ser Gregor —decía—. Dunsen, Raff el Dulce, Ser Ilyn, Ser Meryn, la reina Cersei.
También habría susurrado los nombres de los Frey del Cruce, de haberlos conocido.
«Algún día sabré cómo se llaman —se dijo—, y los mataré a todos.»
No había susurro tan tenue que no se oyera en la Casa de Blanco y Negro.
—Niña —le dijo un día el hombre bondadoso—, ¿qué son esos nombres que susurras por las noches?
—No susurro ningún nombre —replicó.
—Mientes —dijo él—. Todo el mundo miente cuando tiene miedo. Algunos dicen muchas mentiras; otros, pocas. Algunos sólo tienen una gran mentira y la dicen tan a menudo que casi llegan a creerla... Aunque en su interior siempre sabrán que sigue siendo mentira, y eso se reflejará en su rostro. Háblame de esos nombres.
Ella se mordisqueó el labio.
—Los nombres no importan.
—Sí que importan —insistió el hombre bondadoso—. Háblame, niña.
«Háblame o te echaremos», fue lo que oyó.
—Son personas a las que odio. Quiero que mueran.
—En esta casa oímos muchas plegarias como esa.
—Lo sé —dijo Arya.
Jaqen H'ghar había cumplido tres de sus plegarias.
«Sólo tuve que susurrar...»
—¿Por eso has acudido a nosotros? —continuó el hombre bondadoso—. ¿Para aprender nuestras artes y poder matar a esos hombres que odias?
Arya no supo qué responder.
—Puede.
—En ese caso, te has equivocado de lugar. No te corresponde a ti decidir quién vive y quién muere. Ese don sólo lo posee El que Tiene Muchos Rostros. Nosotros no somos más que sus siervos; hemos jurado hacer su voluntad.
—Ah. —Arya examinó las estatuas que se alzaban a lo largo de las paredes, con velas encendidas en torno a sus pies—. ¿Cuál de esos dioses es?
—Todos, claro —respondió el sacerdote vestido de blanco y negro.
Nunca le había dicho su nombre. Tampoco se lo había dicho la niña abandonada, la chiquilla de ojos grandes y rostro demacrado que le recordaba a otra niñita llamada Comadreja. Al igual que Arya, la niña abandonada vivía bajo el templo, con tres acólitos, dos criados y una cocinera llamada Umma. A Umma le gustaba hablar mientras trabajaba, pero Arya no entendía ni una palabra de lo que decía. Los demás no tenían nombre, o preferían no decirlo. Uno de los criados era muy viejo, andaba con la espalda encorvada como un arco. El segundo era de rostro rubicundo, y le salían pelos de las orejas. Había pensado que eran mudos hasta que los oyó rezar. Los acólitos eran más jóvenes. El mayor tenía la edad de su padre; los otros dos no serían mucho mayores que Sansa, la que había sido su hermana. Los acólitos también vestían de blanco y negro, pero sus túnicas no llevaban capucha, y eran negras por la izquierda y blancas por la derecha. La del hombre bondadoso y la de la niña abandonada tenían los colores al revés. A Arya le habían dado ropa de sirvienta: una túnica de lana sin teñir, calzones amplios, ropa interior de lino y zapatillas de tela.


El único que hablaba la lengua común era el hombre bondadoso.
—¿Quién eres? —le preguntaba todos los días.
—Nadie —respondía ella, que había sido Arya de la Casa Stark, Arya Entrelospiés, Arya Caracaballo... También había sido Arry, Comadreja, Perdiz, Salina, Nan la copera, un ratón gris, una oveja, el fantasma de Harrenhal...
Pero no de verdad, no en lo más profundo de su corazón. Ahí era Arya de Invernalia, la hija de Lord Eddard Stark y Lady Catelyn, que en otro tiempo tuvo tres hermanos llamados Robb, Bran y Rickon, una hermana llamada Sansa, una loba huargo llamada Nymeria y un hermano paterno llamado Jon Nieve. Ahí era alguien... Pero no era la respuesta que él quería.
Sin un idioma compartido, Arya no tenía manera de hablar con los demás. Lo que hacía era escucharlos, y mientras trabajaba repetía para sus adentros las palabras que oía. El acólito más joven era ciego, y pese a ello se encargaba de las velas. Recorría el templo con sus zapatillas de tela, rodeado por los murmullos de las ancianas que acudían día tras día para rezar. A pesar de no tener ojos, siempre sabía qué velas se habían apagado.
—Se guía por el olfato —le explicó el hombre bondadoso—. Y donde hay una vela ardiendo, el aire es más cálido. —Le dijo que cerrara los ojos y probara a hacerlo ella.
Rezaban al amanecer antes del desayuno, todos de rodillas en torno al tranquilo estanque negro. Algunos días, el que dirigía la plegaria era el hombre bondadoso; otros, la niña abandonada. Arya sólo sabía unas cuantas palabras de braavosi, las que eran iguales en alto valyrio, de modo que rezaba su propia oración al Dios de Muchos Rostros, la que decía «Ser Gregor, Dunsen, Raff el Dulce, Ser Ilyn, Ser Meryn, la reina Cersei». Rezaba en silencio. Si el Dios de Muchos Rostros era un dios de verdad, la oiría de todos modos.
Todos los días llegaban fíeles a la Casa de Blanco y Negro. Casi todos acudían solos y se sentaban también solos; encendían velas en un altar u otro, rezaban junto al estanque y a veces lloraban. Unos cuantos bebían de la copa negra y se echaban a dormir; la mayoría no bebía. No había misas, ni canciones, ni coros de alabanzas para complacer al dios. El templo nunca estaba lleno. De cuando en cuando, un fiel pedía ver a un sacerdote, y el hombre bondadoso o la niña abandonada lo llevaban abajo, al santuario. Pero no sucedía a menudo.
A lo largo de las paredes se alzaban treinta dioses diferentes, todos rodeados de lucecitas. Arya se dio cuenta de que la Mujer que Llora era la favorita de las ancianas; los hombres adinerados preferían al León de Noche, y los pobres, al Peregrino Encapuchado. Los soldados encendían velas a Bakkalon, el Niño Pálido; los marineros, a la Doncella Clara de Luna y al Rey Pescadilla. El Desconocido también tenía su altar, pero eran muy pocos los que acudían a él. La mayor parte del tiempo tenía una vela solitaria encendida a sus pies. El hombre bondadoso decía que eso no importaba.
—Tiene muchos ojos, y muchos oídos para escuchar.
La colina en la que se alzaba el templo estaba encima de un laberinto de pasadizos excavados en la roca. Los sacerdotes y acólitos tenían sus celdas en el primer nivel; Arya y los sirvientes, en el segundo. El acceso al tercero, el inferior, les estaba prohibido a todos excepto a los sacerdotes. Allí era donde se encontraba el santuario sagrado.
Cuando no estaba trabajando, Arya tenía libertad para vagar libremente por las criptas y almacenes, siempre y cuando no saliera del templo ni bajara al tercer sótano. Había encontrado una sala llena de armas y armaduras: yelmos ornamentados, extrañas corazas antiguas, espadas largas, puñales, cuchillos, ballestas y lanzas altas con la punta en forma de hoja. Otra cripta estaba abarrotada de ropa: pieles gruesas y sedas lujosas de medio centenar de colores, junto a montones de harapos malolientes y túnicas bastas y desgastadas.
«Seguro que también hay una cripta con tesoros», decidió Arya. Se imaginaba pilas de bandejas doradas, sacos de monedas de plata, zafiros azules como el mar, hileras de gruesas perlas verdes.
Un día, el hombre bondadoso se le acercó de manera inesperada y le preguntó qué hacía. Ella le dijo que se había extraviado.
—Mientes. Y lo que es peor, mientes mal. ¿Quién eres?
—Nadie.
—Otra mentira —suspiró.
Weese le habría dado una paliza de muerte si la hubiera pescado mintiendo, pero en la Casa de Blanco y Negro todo era diferente. Cuando estaba ayudando en la cocina, Umma le daba a veces con la cuchara si se cruzaba en su camino, pero nadie más le había levantado la mano.
«Sólo levantan la mano para matar», pensó.
Se llevaba bastante bien con la cocinera. Umma le ponía un cuchillo en la mano y le señalaba una cebolla, y Arya la picaba. Umma la empujaba hasta un montón de masa, y Arya la amasaba hasta que la cocinera le decía «basta» (fue la primera palabra braavosi que aprendió). Umma le tendía un pescado, y Arya le quitaba las espinas, sacaba los filetes y los pasaba por los frutos secos que la cocinera estaba machacando. Las aguas salobres que rodeaban Braavos eran una gran fuente de pescado y marisco de todo tipo, según le explicó el hombre bondadoso. Un río de aguas lentas y oscuras procedente del sur entraba en la laguna, serpenteando entre juncos, lagos rocosos y lodazales. Allí abundaban las almejas y los berberechos, lucios, ranas y tortugas, todo tipo de cangrejos, anguilas rojas, anguilas negras, anguilas rayadas, lampreas y ostras... que aparecían con frecuencia en la mesa de madera tallada donde comían los sirvientes del Dios de Muchos Rostros. Algunas noches, Umma condimentaba el pescado con sal marina y granos de pimienta, o guisaba las anguilas con ajo picado. Muy de tarde en tarde, hasta ponía un poco de azafrán.
«A Pastel Caliente le habría gustado esto», pensó Arya.
La cena era su momento favorito. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se había acostado tantas noches seguidas con la tripa llena. Algunas veladas, el hombre bondadoso permitía que le preguntara. Una vez le había preguntado por qué los que acudían al templo parecían siempre tan en paz; en el lugar del que procedía, la gente tenía miedo de morir. Recordaba cómo había llorado el escudero de las espinillas cuando le clavó la espada en el vientre y cómo había suplicado Ser Amory Lorch cuando la Cabra lo mandó tirar al foso de los osos. Recordaba el pueblo situado junto al Ojo de Dioses y cómo chillaban, gritaban y gimoteaban los aldeanos siempre que el Cosquillas empezaba a preguntar por el oro.
—La muerte no es lo peor que puede pasar —le respondió el hombre bondadoso—. Es Su regalo para nosotros, el fin de los anhelos y el dolor. El día en que nacemos, el Dios de Muchos Rostros nos envía a cada uno un ángel oscuro que recorre la vida a nuestro lado. Cuando nuestros pecados y sufrimientos son una carga demasiado grande, el ángel nos toma de la mano y nos lleva a las tierras de la noche, donde las estrellas brillan siempre. Los que vienen a beber de la copa negra están buscando a sus ángeles. Sí tienen miedo, las velas los tranquilizan. ¿En qué piensas cuando hueles nuestras velas, mi niña?
«En Invernalia —le podría haber respondido—. Huelen a nieve, a humo y a agujas de pino. Huelen a los establos. Huelen a las risas de Hodor, y a Jon y a Robb entrenándose juntos en el patio, y a Sansa cantando alguna canción idiota sobre alguna bella dama. Huelen a las criptas donde están sentados los reyes de piedra; huelen a pan caliente en el horno; huelen al bosque de dioses. Huelen a mi loba y huelen a su pelaje; es casi como si la tuviera al lado.»
—A nada —respondió para ver qué le decía.
—Mientes —dijo—, pero si lo deseas eres libre de conservar tus secretos, Arya de la Casa Stark. —Sólo la llamaba así cuando lo decepcionaba—. Ya sabes que puedes marcharte. No eres una de nosotros, al menos por ahora. Te puedes ir a casa cuando quieras.
—Me dijiste que si me marchaba, no podría volver.
—Así es.
Aquellas palabras la entristecieron. «Es lo mismo que decía Syrio —recordó Arya—. Lo decía muchas veces.» Syrio Forel la había enseñado a manejar Aguja y había muerto por ella.
—No quiero marcharme.
—Quédate, pues... Pero recuerda que la Casa de Blanco y Negro no es ningún orfanato. Bajo este techo, todo hombre tiene que servir. Como decimos, Valar dohaeris. Quédate si quieres, pero has de saber que te exigiremos obediencia. En todo momento y en todo sentido. Si no puedes obedecer, tendrás que marcharte.
—Puedo obedecer.
—Ya lo veremos.
Además de ayudar a Umma tenía otras tareas. Barría los suelos del templo, servía las comidas, clasificaba los montones de ropa de los muertos, vaciaba sus bolsos y contaba montones de moneditas. Todas las mañanas acompañaba al hombre bondadoso cuando recorría el templo en busca de los muertos.



«Silenciosa como una sombra», se decía, recordando a Syrio. Ella llevaba un farol con gruesos postigos de hierro. Al llegar a cada nicho abría una rendija para iluminarlo por si había cadáveres.
No era difícil encontrar a los muertos. Llegaban a la Casa de Blanco y Negro, rezaban una hora, un día o un año, bebían el agua dulce del estanque y se tumbaban en un lecho de piedra, tras un dios u otro. Cerraban los ojos, se dormían y no volvían a despertar.
—El regalo del Dios de Muchos Rostros adopta una miríada de formas —le dijo el hombre bondadoso—, pero siempre es gentil.
Cuando encontraban un cadáver, recitaba una plegaria, se aseguraba de que la vida había abandonado el cuerpo, y enviaba a Arya a buscar a los sirvientes, los encargados de transportar al muerto a las criptas. Allí, los acólitos desnudaban a los muertos y los lavaban. La ropa, las monedas y los objetos valiosos iban a parar a un bidón, para clasificarlos. Luego llevaban su carne inerte al santuario inferior, donde sólo podían entrar los sacerdotes; a Arya no se le permitía saber qué sucedía allí. En cierta ocasión, mientras cenaba, una sospecha espantosa se apoderó de ella. Dejó el cuchillo en la mesa y observó con desconfianza un filete de carne de color claro. El hombre bondadoso vio el espanto dibujado es su rostro.
—Sólo es cerdo, niña —le dijo—. Sólo es cerdo.
Su cama era de piedra, y le recordaba a Harrenhal y al lecho donde había dormido cuando Weese le hacía fregar escaleras. El colchón estaba lleno de trapos en vez de paja, de manera que tenía más bultos que el de Harrenhal, pero también arañaba menos. Le daban tantas mantas como quería, mantas gruesas de lana, rojas, verdes y a cuadros. Y su celda era sólo para ella. Allí era donde conservaba sus tesoros: el tenedor de plata, el gorro y los mitones que le habían regalado los marineros de la Hija del Titán, su puñal, las botas, el cinturón, la bolsita de monedas, la ropa con la que había llegado...
Aguja.
Cuando sus obligaciones le dejaban un poco de tiempo, practicaba siempre que podía, se batía con su sombra a la luz de una vela azul. Una noche, la niña abandonada pasó por casualidad y vio a Arya entrenándose con la espada. No le dijo nada, pero al día siguiente el hombre bondadoso fue con Arya a su celda.



—Vas a tener que deshacerte de todo esto. —Se refería a sus tesoros.
Arya se quedó conmocionada.
—Son mis cosas.
—¿Y quién eres tú?
—Nadie.
Él cogió el tenedor de plata.
—Esto le pertenece a Arya de la Casa Stark. Todas estas cosas le pertenecen. Aquí no hay lugar para ellas. Aquí no hay lugar para ella. Su nombre es demasiado orgulloso, y el orgullo no tiene cabida aquí. Aquí somos sirvientes.
—Yo sirvo —replicó, ofendida.
Le gustaba el tenedor de plata.
—Te haces pasar por sirvienta, pero en tu corazón eres la hija de un señor. Has adoptado otros nombres, pero son tan superficiales como un vestido que llevaras puesto. Por debajo de ellos siempre está Arya.
—No llevo vestidos. Con un estúpido vestido no se puede luchar.
—¿Por qué quieres luchar? ¿Qué eres? ¿Un jaque que va por los callejones en busca de bronca? —Suspiró—. Antes de beber de la copa fría, tienes que ofrecerle todo lo que eres a El que Tiene Muchos Rostros. Tu cuerpo. Tu alma. Tú misma. Si no vas a poder hacerlo, debes marcharte de este lugar.
—La moneda de hierro...
—... te pagó el pasaje para llegar hasta aquí. A partir de ahora tienes que pagar tú, y el precio es alto.
—No tengo oro.
—Lo que ofrecemos no se puede comprar con oro. El precio eres tú, toda tú. Los hombres recorren muchos caminos en este valle de lágrimas y dolor. El nuestro es el más duro; pocos son los que lo siguen. Hace falta una gran fortaleza de cuerpo y espíritu, y un corazón que sea fuerte y duro a la vez.
«Tengo un agujero donde antes tenía el corazón —pensó ella—, y ningún lugar adonde ir.»
—Soy fuerte. Tan fuerte como tú. Soy dura.
—Crees que este es el único lugar donde puedes estar. —Era como si le leyera el pensamiento—. En eso te equivocas. Podrías servir en la casa de algún mercader; no sería tan duro. ¿O preferirías ser una cortesana y que se cantaran canciones dedicadas a tu belleza? Sólo tienes que decirlo y te enviaremos con la Perla Negra o con la Hija del Ocaso. Dormirás entre pétalos de rosa y vestirás faldas de seda que susurrarán cuando camines, y grandes señores darán todo lo que tienen por tu sangre de doncella. Si lo que deseas es un matrimonio e hijos, dímelo y te buscaremos un marido. Algún aprendiz honrado, un viejo rico, un marino, lo que quieras.
No quería nada de eso. Sacudió la cabeza, sin palabras.
—¿Con qué sueñas, niña? ¿Con Poniente? La Dama Luminosa de Luco Prestayn zarpa mañana en dirección a Puerto Gaviota, Valle Oscuro, Desembarco del Rey y Tyrosh. ¿Quieres que te consigamos pasaje a bordo?
—Acabo de llegar de Poniente. —A veces le parecía que habían pasado siglos desde que huyera de Desembarco del Rey, y a veces le parecía que había sido el día anterior, pero sabía muy bien que no podía volver—. Si no me quieres aquí, me iré, pero no allí.
—Lo que yo quiera no importa —respondió el hombre bondadoso—. Puede que el Dios de Muchos Rostros te haya guiado hasta nosotros para que seas Su instrumento, pero cuando te miro sólo veo a una niña... Ni siquiera a un niño, a una niña. Muchos han servido a El que Tiene Muchos Rostros a lo largo de los siglos, pero sólo unos pocos eran mujeres. Las mujeres traen vida al mundo. Nosotros traemos el regalo de la muerte. Nadie puede hacer las dos cosas.
«Intenta asustarme para que me vaya —pensó Arya—, igual que hizo con el gusano.»
—Eso no me importa.
—Pues debería. Si permaneces aquí, el Dios de Muchos Rostros se quedará con tus orejas, con tu nariz, con tu lengua. Se quedará con esos tristes ojos grises que tanto han visto. Se quedará con tus manos, tus pies, tus brazos, tus piernas, tus partes íntimas. Se quedará con tus sueños y esperanzas, con lo que amas y con lo que odias. Los que entran a Su servicio tienen que renunciar a todo lo que los convierte en quienes son. ¿Serás capaz? —Le cogió la barbilla con la mano y la miró a los ojos con tal intensidad que Arya se estremeció—. No —dijo—. No creo que puedas.
Arya le apartó la mano de golpe.
—Podría, si me diera la gana.
—Eso dice Arya de la Casa Stark, la comedora de gusanos.
—¡Puedo renunciar a cualquier cosa si quiero!
El hombre señaló sus tesoros.
—Pues empieza por esto.
Aquella noche, después de cenar, Arya volvió a su celda, se quitó la túnica y susurró los nombres, pero no pudo conciliar el sueño. Dio vueltas y más vueltas en su colchón relleno de trapos mientras se mordisqueaba el labio. Sentía el agujero en su interior, allí donde había tenido el corazón.
En lo más oscuro de la noche se volvió a levantar, se puso la ropa con que había llegado de Poniente y se abrochó el cinto. Aguja le colgaba a un lado de las caderas, y el puñal, del otro. Con el gorro calado, los mitones remetidos bajo el cinturón y el tenedor de plata en la mano, caminó sigilosa escaleras arriba.
«Aquí no hay lugar para Arya de la Casa Stark —pensó. El lugar de Arya estaba en Invernalia, pero Invernalia había desaparecido—. Cuando caen las nieves y soplan los vientos fríos, el lobo solitario muere, pero la manada sobrevive.» Y ella no tenía manada. Habían matado a su manada, ellos, Ser Ilyn, Ser Meryn y la Reina, y cuando trataba de buscarse una manada nueva, todos huían: Pastel Caliente, Gendry, Yoren y Lommy Manosverdes, hasta Harwin, que había servido a su padre. Empujó las puertas y salió a la noche.
Era la primera vez que salía desde que había llegado al templo. El cielo estaba encapotado, y la niebla cubría el suelo como una manta gris deshilachada. A su derecha oyó los chapoteos del canal.
«Braavos, la Ciudad Secreta», pensó. Era un nombre muy adecuado. Bajó por las escaleras empinadas hasta el atracadero cubierto, con la niebla enroscada a los tobillos. Era tan densa que no alcanzaba a ver el agua, pero la oía lamer con suavidad los pilares. A lo lejos, una luz brillaba en la penumbra: la hoguera nocturna del templo de los sacerdotes rojos, pensó.
Se detuvo al borde del agua, con el tenedor de plata en la mano. Era plata de verdad, sólida.
«No es mi tenedor. Se lo regalaron a Salina.» Lo dejó caer y oyó la ligera salpicadura cuando se hundió en el agua.
Lo siguieron el gorro y los guantes. También eran de Salina. Se vació la bolsa en la mano: cinco venados de plata, nueve estrellas de cobre y unas cuantas monedas menudas. Las tiró al agua. A continuación, las botas. Fueron lo que más ruido hizo al caer. Después, el puñal que había obtenido del arquero que le había suplicado clemencia al Perro. Su cinto cayó al canal. Su capa, su túnica, sus calzones, su ropa interior, todo. Todo menos Aguja.
Se quedó en el extremo del muelle, con la piel blanca y el vello erizado, tiritando en medio de la niebla. En su mano, Aguja parecía susurrar. «Tienes que clavarla por el extremo puntiagudo», decía, y «¡Que no se entere Sansa!» La marca de Mikken estaba en la hoja.
«No es más que una espada.» Si le hacía falta una espada, había cientos en los sótanos del templo. Aguja era demasiado pequeña, no era una espada de verdad, en realidad se trataba de poco más que un juguete. Ella no era más que una niñita idiota cuando Jon se la regaló.
—No es más que una espada —dijo con determinación.
Pero sí que era algo más.
Aguja era Robb, Bran, Rickon, su madre y su padre, hasta Sansa. Aguja era los muros grises de Invernalia y las risas de sus habitantes. Aguja era las nieves de verano, los cuentos de la Vieja Tata, el árbol corazón con sus hojas rojas y su rostro aterrador, el cálido olor a tierra de los jardines de cristal, el sonido del viento del norte contra los postigos de su habitación. Aguja era la sonrisa de Jon Nieve.
«Me revolvía el pelo y me llamaba hermanita», recordó, y de repente se le llenaron los ojos de lágrimas.
Polliver le había robado la espada cuando los hombres de la Montaña la cogieron prisionera, pero cuando el Perro y ella entraron en aquella posada de la encrucijada, allí estaba.
«Los dioses querían que la tuviera. —No los Siete, ni El que Tiene Muchos Rostros, sino los dioses de su padre, los antiguos dioses del Norte—. El Dios de Muchos Rostros se puede quedar con todo lo demás —pensó—, pero con esto, no.»
Volvió a subir por las escaleras, desnuda como en su día del nombre, con Aguja en la mano. A mitad de camino, una piedra se movió bajo sus pies. Arya se arrodilló y cavó por los bordes con los dedos. Al principio no se movía más, pero se empecinó, arrancando la argamasa quebradiza con las uñas. Por fin, la piedra quedó suelta. Arya gruñó, la agarró con ambas manos y tiró. Una hendidura se abrió ante ella.
—Aquí estarás a salvo —le dijo a Aguja—. Sólo yo sabré dónde te encuentras.
Metió la espada con su vaina bajo la piedra, y volvió a colocarlo en su sitio para que pareciera igual que los demás. Contó los peldaños de regreso al templo para saber dónde podría encontrar la espada cuando la buscara. Tal vez la necesitara algún día.
—Algún día —susurró.
No le dijo al hombre bondadoso lo que había hecho, pero él lo supo. A la noche siguiente fue a su celda después de cenar.
—Niña —le dijo—, ven y siéntate a mi lado. Quiero contarte una historia.
—¿Qué clase de historia? —le preguntó con desconfianza.
—La historia de nuestros comienzos. Si vas a ser de los nuestros, tienes que saber quiénes somos y cómo hemos llegado a serlo. La gente habla en susurros de los Hombres sin Rostro de Braavos, pero somos más antiguos que la Ciudad Secreta. Antes de que se alzara el Titán, antes del Desenmascaramiento de Uthero, antes de la Fundación, ya existíamos nosotros. Hemos florecido en Braavos, entre estas nieblas norteñas, pero antes tuvimos las raíces en Valyria, entre los esclavos que se afanaban en las minas profundas, bajo las Catorce Llamas que iluminaban las antiguas noches del Feudo Franco. Casi todas las minas son húmedas y gélidas, excavadas en piedra fría y muerta, pero las Catorce Llamas eran montañas vivas, con venas de roca fundida y corazones de fuego. Así que en las minas de la antigua Valyria siempre hacía calor, más calor cuanto más hondos eran los pozos. Los esclavos trabajaban en un horno. Las rocas que tenían alrededor estaban demasiado calientes para tocarlas. El aire apestaba a azufre; les calcinaba los pulmones cuando lo respiraban. Por gruesas que fueran las suelas de sus sandalias, tenían las plantas de los pies quemadas y llenas de ampollas. A veces, cuando horadaban una pared en busca de oro, encontraban en su lugar vapor, o agua hirviendo, o roca fundida. Algunos pozos tenían el techo tan bajo que los esclavos no podían caminar: tenían que ir agachados o arrastrándose. Y además, en aquella oscuridad candente había gusanos.
—¿Lombrices de tierra? —preguntó con el ceño fruncido.
—Gusanos de fuego. Hay quien dice que son parientes de los dragones, porque también respiran llamas. En vez de surcar los cielos, cavaban agujeros en la piedra y en la tierra. Si consideramos fidedignas las antiguas historias, ya había gusanos de fuego entre las Catorce Llamas incluso antes de que aparecieran los dragones. Los jóvenes no son más grandes que ese bracito flaco que tienes, pero pueden alcanzar un tamaño monstruoso, y no les gustan los hombres.
—¿Mataban a los esclavos?
—A menudo se encontraban en los pozos cadáveres quemados y ennegrecidos, allí donde había agujeros en las rocas. Pero las minas eran cada vez más profundas. Los esclavos perecían a docenas, pero a su amos no les importaba. El oro rojo, el oro amarillo y la plata tenían más valor que la vida de los esclavos, porque en el antiguo Feudo Franco, los esclavos eran baratos. Durante la guerra, los valyrios los capturaban por millares. En tiempos de paz los criaban, aunque a la oscuridad roja sólo enviaban a morir a los peores.
—¿Y no se rebelaban y luchaban?
—Algunos sí. En las minas eran habituales las revueltas, pero pocas fueron las que prosperaron. Los Señores Dragón del antiguo Feudo Franco tenían hechicerías poderosas; los hombres simples que los desafiaban lo podían pagar muy caro. El primer Hombre sin Rostro fue uno de ellos.
—¿Quién era? —preguntó Arya sin contenerse, sin pensar.
—Nadie —respondió él—. Hay quien dice que se trataba de un esclavo. Otros, que era el hijo de un feudense, nacido de noble cuna. Algunos hasta te dirán que era un capataz que se apiadó de los hombres que vigilaba. Lo cierto es que nadie lo sabe. Fuera quien fuera, se movía entre los esclavos y escuchaba sus oraciones. En las minas trabajaban hombres de cien naciones diferentes. Cada uno rezaba a su propio dios y en su propio idioma, pero todos pedían lo mismo: pedían la liberación, que se acabara su dolor. Algo tan sencillo, tan simple... Pero sus dioses no respondían, y los hombres seguían sufriendo. "¿Acaso todos sus dioses están sordos?", se preguntaba. Hasta que una noche, en la oscuridad roja, comprendió qué pasaba.
»Todos los dioses tienen instrumentos, hombres y mujeres que los sirven y ayudan a que se haga su voluntad en la tierra. Los esclavos no suplicaban a cien dioses diferentes, como podía parecer, sino a un único dios con cien rostros diferentes. Y él era el instrumento de ese dios. Aquella misma noche eligió al más miserable de los esclavos, el que más había rezado pidiendo la liberación, y eso hizo: lo liberó de sus ataduras. Había entregado el primer regalo.
Arya se apartó de él.
—¿Mató a un esclavo? —Aquello no le parecía bien—. ¡Tendría que haber matado a los amos!
—También a ellos les llevaría el regalo, pero esa es otra historia, que es mejor no compartir con nadie. —Inclinó la cabeza hacia un lado—. ¿Y quién eres tú, niña?
—Nadie.
—Mentira.
—¿Cómo lo sabes? ¿Es cosa de magia?
—Si se tienen ojos, no hace falta ser mago para distinguir lo verdadero de lo falso. Sólo hay que saber leer un rostro. Mirar los ojos. La boca. Estos músculos, los de la mandíbula, y estos de aquí, donde el cuello se une a los hombros. —La rozó con dos dedos—. Algunos mentirosos parpadean. Otros fijan la mirada. Otros apartan la vista. Los hay que se humedecen los labios. Algunos se tapan la boca justo antes de mentir, para ocultar la falsedad. Hay otras señales, tal vez más sutiles, pero siempre están presentes. Una sonrisa falsa y una sincera pueden parecerse, pero son tan diferentes como el amanecer y el anochecer. ¿Tú distingues el amanecer del anochecer?
Arya asintió, aunque no estaba segura.
—Entonces puedes aprender a distinguir una mentira. Y entonces no habrá secreto que esté a salvo de ti.
—Enséñame.
Sería nadie, si eso era lo que hacía falta. Nadie no tenía un agujero en su interior.
—Ella te enseñará —dijo el hombre bondadoso cuando la niña abandonada apareció en la puerta—. Empezando por la lengua de Braavos. ¿De qué sirves si no puedes hablar ni entender lo que te dicen? Y tú le enseñarás a ella tu idioma. Las dos aprenderéis juntas, la una de la otra. ¿De acuerdo?
—Sí —dijo, y a partir de aquel momento se convirtió en novicia en la Casa de Blanco y Negro.
Se llevaron su atuendo de sirvienta y le dieron una túnica blanca y negra, tan suave como la vieja manta roja que había tenido en Invernalia. Bajo ella llevaba ropa interior de fino lino blanco, y una enagua que le llegaba por debajo de las rodillas.
A partir de entonces, la niña y ella pasaron muchas horas juntas, tocando cosas, señalando, intentando enseñarse mutuamente unas cuantas palabras de sus respectivos idiomas. Al principio eran palabras sencillas, como copavela o zapato. Luego pasaron a otras más difíciles, y luego, a las frases. En otros tiempos, Syrio Forel le ordenaba que se sostuviera en una sola pierna hasta que ella acababa temblando. Más tarde la había enviado a cazar gatos. Había bailado la danza del agua en las ramas de los árboles, con una espada de madera en la mano. Todo aquello fue difícil, pero lo que estaba haciendo entonces era más difícil todavía.
«Hasta coser era más divertido que aprender idiomas —se dijo una noche, después de olvidar la mitad de las palabras que creía saber y pronunciar la otra mitad tan mal que la niña se había reído de ella—. Hago unas frases tan mal hilvanadas como las puntadas que daba. —Si la niña no hubiera sido tan menuda y demacrada, a Arya le habrían dado ganas de partirle aquella cara de idiota. Pero se limitó a mordisquearse el labio—. Demasiado idiota para aprender y demasiado idiota para rendirme.»
La niña abandonada aprendía la lengua común mucho más deprisa. Un día, durante la cena, se volvió hacia Arya.
—¿Quién eres? —le preguntó.
—Nadie —respondió Arya en braavosi.
—Mientes —dijo la niña—. Debes mentir más bien.
Arya se echó a reír.
—¿Más bien? Querrás decir mejor, idiota.
—Mejor idiota. Te enseño.
Al día siguiente empezaron con el juego de las mentiras: se hacían preguntas por turno, y a veces respondían la verdad y a veces mentían. La que hacía la pregunta tenía que intentar adivinar cuándo era verdadera la respuesta y cuándo falsa. La niña abandonada siempre parecía saberlo. Arya tenía que adivinar, y se equivocaba la mayoría de las veces.
—¿Cuántos años? —le preguntó una vez la niña en la lengua común.
—Diez —respondió Arya mostrando diez dedos.
Creía que aún tenía diez años, aunque no estaba segura del todo. Los braavosis no contaban los días de la misma forma que en Poniente. Tal vez ya hubiera pasado su día del nombre.
La niña asintió. Arya asintió también, y buscó las palabras en braavosi.
—¿Cuántos años tienes tú?
La niña le mostró diez dedos. Luego diez otra vez, diez una vez más, y luego, seis. Su rostro permaneció tan inexpresivo como las aguas en calma.
«No puede tener treinta y seis años —pensó Arya—. Es una niña.»
—Es mentira —dijo.
La niña sacudió la cabeza y volvió a hacer el gesto: diez, diez y diez, y luego seis. Dijo «treinta y seis» en braavosi, e hizo que Arya lo repitiera.
Al día siguiente le comentó al hombre bondadoso lo que le había dicho la niña abandonada.
—No te mintió —respondió el sacerdote con una risita—. Esa a la que tú llamas niña abandonada es una mujer madura que se ha pasado la vida al servicio de El que Tiene Muchos Rostros. Le entregó todo lo que era, todo lo que podía llegar a ser, todas las vidas que había en su interior.
Arya se mordisqueó el labio.
—¿Seré como ella?
—No —replicó el hombre—. A menos que lo desees, claro. Lo que le da el aspecto que ves son los venenos.
«Venenos.» Entonces lo comprendió todo. Todas las noches, después de las oraciones, la niña vaciaba una frasca de piedra en las aguas del estanque negro.
La niña y el hombre bondadoso no eran los únicos sirvientes del Dios de Muchos Rostros. De cuando en cuando llegaban otros a visitar la Casa de Blanco y Negro. El gordo tenía los ojos negros y llameantes, la nariz ganchuda y una boca grande de dientes amarillentos. El del rostro severo no sonreía nunca; sus ojos eran claros, sus labios, gruesos y oscuros. El guapo llevaba la barba de un color diferente cada vez que lo veía, y también una nariz diferente, pero nunca dejaba de ser atractivo. Esos tres eran los que acudían más a menudo, aunque había otros: el bizco, el joven señor, el hambriento... En cierta ocasión, el gordo y el bizco llegaron juntos. Umma envió a Arya para que les sirviera las bebidas.
—Cuando no les estés sirviendo tienes que estar tan quieta como si estuvieras esculpida en piedra —le dijo el hombre bondadoso—. ¿Serás capaz?
—Sí.
«Antes de aprender a moverte tienes que aprender a estar quieta», le había enseñado Syrio Forel en Desembarco del Rey, hacía mucho tiempo. Y ella había aprendido. Había servido a Roose Bolton como copera en Harrenhal, y aquel hombre mandaba azotar a quienes derramaban el vino.
—Bien —dijo el hombre bondadoso—. Lo mejor sería que también fueras ciega y sorda. Tal vez oigas cosas, pero tienes que dejar que te entren por un oído y te salgan por otro. No escuches.
Arya oyó mucho, mucho, aquella noche, pero casi todo en la lengua de Braavos, y apenas entendió una palabra de cada diez.
«Inmóvil como una piedra», se dijo. Lo más difícil era no bostezar. Antes de que acabara la noche tenía la mente en otra parte. Allí de pie, con la frasca en las manos, soñó que era una loba, que corría libre por un bosque a la luz de la luna, con una gran manada que aullaba tras ella.
—¿Todos los demás son sacerdotes? —le preguntó al hombre bondadoso a la mañana siguiente—. ¿Eran sus verdaderos rostros?
—¿Tú qué crees, niña?
«No», pensó ella.
—¿Jaqen H'ghar también es un sacerdote? ¿Sabes si Jaqen va a volver a Braavos?
—¿Quién? —preguntó él, todo inocencia.
—Jaqen H'ghar. El que me dio la moneda de hierro.
—No conozco a nadie que tenga ese nombre, niña.
—Le pregunté cómo cambiaba de cara, y me dijo que no era más difícil que cambiar de nombre para quien supiera hacerlo.
—¿De verdad?
—¿Me enseñarás a cambiar de cara?
—Como quieras. —Le cogió la barbilla con la mano y le hizo girar la cabeza—. Hincha las mejillas y saca la lengua. —Arya hinchó las mejillas y sacó la lengua—. Ya está. Ya has cambiado de cara.
—No quería decir eso. Jaqen hizo magia.
—Toda hechicería tiene un precio, niña. Hacen falta años de oraciones, estudio y sacrificios para conseguir un buen encantamiento.
—¿Años? —dijo con desaliento.
—Si fuera fácil, todo el mundo lo haría. Antes de correr hay que aprender a caminar. ¿Para qué utilizar un hechizo, si basta con trucos de titiritero?
—Tampoco sé trucos de titiritero.
—Pues practica haciendo muecas. Bajo la piel tienes músculos. Aprende a utilizarlos. Es tu cara. Tus mejillas, tus labios, tus orejas... La sonrisa y el ceño no deben asaltarte cuando menos lo esperes. La sonrisa debe estar a tu servicio, acudir sólo cuando la llames. Aprende a gobernar tu rostro.
—Enséñame.
—Hincha las mejillas. —Lo hizo—. Arquea las cejas. No, más. —También obedeció—. Bien. Ahora, aguanta así tanto como puedas. No será mucho tiempo. Y prueba mañana otra vez. En las criptas hay un espejo myriense. Entrénate ante él una hora al día. Los ojos, las fosas nasales, las mejillas, las orejas, los labios... Aprende a controlarlo todo. —Le sujetó la barbilla con la mano—. ¿Quién eres?
—Nadie.
—Mentira. Una mentira patética, niña.
Al día siguiente buscó el espejo myriense, y por las mañanas y por las noches se sentaba ante él con una vela a cada lado para hacer muecas.
«Domina tu rostro y podrás mentir», se dijo.
Poco después, el hombre bondadoso le ordenó que ayudara a los otros acólitos a preparar los cadáveres. No era un trabajo tan duro como el de fregar los escalones para Weese. A veces, si el cadáver era muy grande o gordo, el peso le daba problemas, pero la mayoría eran viejos sacos de huesos con la piel arrugada. Arya los contemplaba mientras los lavaba y se preguntaba qué los habría llevado al estanque negro. Recordó una historia que le había oído contar a la Vieja Tata, de como algunas veces, durante los inviernos largos, los hombres que habían vivido más de lo que les correspondía anunciaban que se iban de caza.
«Y sus hijas lloraban y sus hijos giraban el rostro hacia el fuego —casi oía decir a la Vieja Tata—, pero nadie los detenía, ni les preguntaba qué animales pensaban cazar con tanta nieve y con el viento gélido aullando.» Se preguntó qué les dirían los braavosis viejos a sus hijos antes de partir hacia la Casa de Blanco y Negro.
La luna recorrió todo su ciclo y lo volvió a recorrer, pero Arya no lo vio. Servía, lavaba a los muertos, hacía muecas ante los espejos, aprendía el idioma braavosi y trataba de recordar que no era nadie.
Un día, el hombre bondadoso la hizo llamar.
—Tienes un acento espantoso —le dijo—, pero sabes lo suficiente para hacerte entender a tu manera. Ha llegado el momento de que nos dejes durante un tiempo. El único modo de que domines de verdad nuestro idioma es que te veas obligada a hablarlo todos los días, de la mañana a la noche. Tienes que irte.
—¿Cuándo? —le preguntó—. ¿Adónde?
—Ahora —respondió él—. Más allá de estos muros están las cien islas de Braavos, en el mar. Ya sabes cómo se llaman los mejillones, los berberechos y las almejas, ¿no?
—Sí.
Le recitó las palabras en su mejor braavosi. Su mejor braavosi lo hizo sonreír.
—Con eso bastará. Ve a los muelles, bajo la Ciudad Ahogada, y busca a un pescador llamado Brosco. Es un buen hombre que tiene dolores de espalda. Le hace falta una chica que tire de la carretilla y les venda los berberechos, las almejas y los mejillones a los marineros de los barcos. Esa chica vas a ser tú. ¿Entendido?
—Sí.
—Y cuando Brosco te pregunte, ¿quién le dirás que eres?
—Nadie.
—No. Fuera de esta Casa no basta con eso.
Titubeó.
—Podría ser Salina, de Salinas.
—Ternesi Terys y los hombres de la Hija del Titán conocen a Salina. Tu forma de hablar te delata, así que tienes que ser una chica de Poniente. Pero otra chica.
—¿Puedo ser Gata? —Se mordisqueó el labio.
—Gata. —Meditó un instante—. Sí. Braavos está lleno de gatos. Nadie se fijará en uno más. Eres Gata, una huérfana de...
—Desembarco del Rey.
Había visitado Puerto Blanco con su padre en dos ocasiones, pero conocía mejor Desembarco.
—Muy bien. Tu padre era remero en una galera. Cuando murió tu madre, él te llevó al mar. Luego también murió, y como al capitán no le servías de nada, te echó del barco en Braavos. ¿Y cómo se llamaba el barco?
Nymeria —replicó ella al momento.
Aquella noche salió de la Casa de Blanco y Negro. Llevaba al cinto un largo cuchillo de hierro escondido bajo la capa, una prenda remendada y descolorida propia de una huérfana. Los zapatos le hacían daño en los dedos de los pies, y la túnica estaba tan desgastada que sentía el mordisco del aire. Pero Braavos se extendía ante ella. El aire nocturno olía a humo, a sal y a pescado. Los canales describían curvas, y los callejones también. Los hombres la miraban con curiosidad al pasar; los niños mendigos le gritaban cosas que no entendía. No tardó mucho en estar completamente extraviada.
—Ser Gregor —entonó mientras cruzaba un puente de piedra soportado por cuatro arcos. Desde el centro alcanzó a ver los mástiles de los barcos, en el puerto del Trapero—. Dunsen, Raff el Dulce, Ser Ilyn, Ser Meryn, la reina Cersei.
Empezó a llover. Arya alzó el rostro para que las gotas de agua le corrieran por las mejillas; era tan feliz que tenía ganas de bailar.
Valar morghulis —dijo—. Valar morghulis, valar morghulis.

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